El secuestro de la niñez tras las rejas de un candado

El secuestro de la niñez tras las rejas de un candado

21 mayo, 2025 2 Por Staff Redaccion

*** Quien infringe la ley es quien le pone el Candado del Dinero a un espacio público

Por Con Tlatelolco

Ciudad de México. – Nuevamente se hace el llamado:

Que no se distraigan los oficiales por el ingreso de los chavos a las canchas públicas.

Los ciudadanos no deben ser tratados como delincuentes, cuando quienes cometen actos indebidos son los que han cerrado el espacio con candado, para su uso y disfrute personal.

¿Tienen que esperar los niños hasta la madrugada para que los “supuestos dueños” los dejen jugar?

¿Hasta dónde llegaremos por una familia que se siente dueña de Tlatelolco?

Exactamente así: los ciudadanos como delincuentes, y quien infringe la ley es quien le pone el Candado del Dinero a un espacio público.


En Tlatelolco, donde las piedras prehispánicas dialogan con los bloques de concreto, donde los muros han sido testigos de revoluciones, tragedias y resistencias, hoy se libra otra batalla: una batalla silenciosa.

Un secuestro cotidiano: el de la niñez tras las rejas de un candado

**Época de canchas abiertas: el tejido social en juego**

Los tlatelolcas de cuna aún lo recuerdan:

Las canchas de básquetbol, fútbol y voleibol eran territorios sin fronteras.

No existían secciones ni Candados de Dinero entre la Primera, la Segunda o la Tercera.

Los partidos nacían al grito de ¡juego quien llegue!, y las porterías improvisadas con mochilas eran templos del juego y la amistad.

—Aquí se crecía entre dribles y carreras —recuerda Javier, vecino de 58 años—.

Las canchas no eran de cemento: eran de la comunidad.

El sudor de los niños se mezclaba con el olor de tortillas recién hechas.

Las madres aplaudían desde sus ventanas, y los ancianos arbitraban con sabiduría de estadio.

En las áreas comunes de la Unidad Habitacional vivía su verdadera alma.

El cerrojo que cambió todo: de bien común a negocio familiar

**El candado llegó como un ladrón**

Primero fue un letrero: “Horario restringido”.

Después, una cadena en la malla de la cancha de la Tercera Sección.

Hoy, es un símbolo de la fractura.

Donde antes resonaban los balones, ahora reina el silencio, interrumpido por el tintineo de una llave que abre sólo para unos cuantos.

Una familia —nombres que todos murmuran, pero temen decir— se instaló como dueña del espacio.

Cobran por entrar, organizan torneos con inscripción y alquilan las canchas como si fueran un salón de eventos.

—¿Permisos? —pregunta con amargura Lucía, madre de dos niños—.

Les basta tener el número de algún funcionario en su celular.

Mientras tanto, los vecinos muestran documentos que prueban que el espacio es público,

pero los papeles se pierden en los laberintos de la burocracia.

**Infancias tras la malla: un paisaje de manos vacías**

Los niños son ahora fantasmas de su propio barrio.

Se acercan a las rejas, entrelazan los dedos en los huecos del metal,

y miran cómo otros —los que pagan— corren tras un balón.

—Mamá, ¿por qué no podemos jugar si es nuestra? —pregunta Diego, de 9 años.

Su pelota nueva yace inmóvil en su cuarto.

Las madres organizan turnos para evitar que sus hijos escalen la cerca,

no vaya a ser que se lastimen con el óxido de la injusticia.

En las asambleas, la indignación hierve.

Esto es un robo a la memoria —exclama Doña Carmen, quien jugó en esa cancha de niña—.

Nos están quitando hasta el derecho a recordar felices.

Y en los muros, los grafitis gritan lo que muchos callan:

¿Cuánto cuesta una infancia?

Junto al mensaje, un candado pintado con aerosol rojo.

**Tlatelolco resiste: la lucha por descerrajar el futuro**

Aquí, donde la Plaza de las Tres Culturas aún guarda cicatrices, la rendición nunca ha sido opción.

Colectivos de jóvenes convierten baldíos en canchas improvisadas.

Abuelos enseñan juegos tradicionales en los pasillos.

Y cada domingo, frente a la cancha cerrada, una muralla humana se forma con mantas que proclaman:

Lo público no se vende”.

El cronista de esta historia —quien creyó que los candados eran solo para bicicletas— se pregunta:

¿Cuánto pesa un candado?

Para un funcionario, tal vez unos gramos de hierro.

Para Tlatelolco, es el peso muerto de una infancia encarcelada.

**Epílogo: un mensaje entre las rejas**

Una noche, alguien desliza un papel bajo la malla oxidada.

Dice:

Esta cancha será de nuevo tuya. No dejes de soñarla”.

¿Un niño? ¿Un viejo futbolista?

Tal vez fue el propio Tlatelolco,

que desde sus ruinas y sus departamentos susurra:

Aquí nadie ha vencido al pueblo. Y este Candado de Dinero… también caerá.

¡Que retumbe el eco!

¡Que vuelvan los partidos al atardecer!

¡Que las llaves de lo público no las tenga ningún usurero!

Porque en Tlatelolco,

hasta la tierra sabe que los candados son temporales…

pero la memoria comunitaria es eterna.